Esa extraña sensación
de no estar triste.
De haberme acostumbrado
a ese café solo
por las mañanas,
con nuestra propia amargura indiferente.
Rebajando un poco las paredes
y calmando la sed con agua de recuerdo,
me tomo el pulso en el cuello.
Sigue suave, lento,
ligeramente descompasado.
Es lo que tiene ser esclava de un silencio:
que a veces tú pierdes
y a veces él gana.
Pero el juego sigue en marcha,
como una lucha desequilibrada
entre dos furias
y una extraña sensación
de no estar triste,
de no sentir el triunfo ni el fracaso,
de no saber llorar,
de no rendirme ni querer luchar.
De haberme acostumbrado.
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