Dos inviernos largos, un verano herido

Cuando la oscuridad se ha ceñido a la cintura
y en los ojos el sueño adormecido
prohíbe palabras ajenas en la piel,
y esta asume que ha perdido la fe,
que hay grietas que nunca se cierran
sin dejar dentro un pellizco de sal,
para no dejar de ser, para no dejar de estar,
porque ahí vive la memoria más palpitante,
en los restos del naufragio,
en la marca resultante de la última lágrima,
la que deja el surco más profundo,
el que va de los ojos al pecho,
el que rompe tu pequeño mundo...

Cuando el daño sonríe porque se sabe hecho
y la fragmentación en palabras es algo inminente,
porque una reparte los pedacitos de pena
en distintos versos, en asomos de poemas
que no saben siquiera recordar
quién o qué los hizo nacer,
y se hacen oscuros sin llegar a comprender
por qué algo dentro tiembla y sigue oculto.

Cuando resuena en las paredes esa pequeña letra
que un día fue canción,
que un día describió un abrazo
que al final se tornó
silencio afilado,
cuando el mundo te dice, niña, olvida,
y sin embargo,
es esa resistencia la que te mantiene viva,
cuando sabes que es necesario destripar los recuerdos
para sacar el que el tiempo ha podrido
y entorpece el camino a la sonrisa,
pero sabes que no puedes,
sabes bien que si lo arrancas, si lo quitas,
arrancarás un rincón de corazón que apenas sirve,
pero que aún esconde algún latido,
un suspiro que duró un siglo,
dos inviernos largos, un verano herido...

entonces te das cuenta...
que se puede llegar a vivir
muerta de tristeza.


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