San Diego Serenade


Muñecos de fieltro
movidos al antojo de los días.
Ninguno ha mordido la manzana
y en medio de esa debacle, 
la partida puede resultar demasiado arriesgada.
Todavía hay tiempo, dices,
claro, como si fuéramos los dueños
de todo lo que escapa de nosotros.
No poseemos nada.
Sólo un vacío exangüe
que se debate
entre llenarse de ti,
llenarse de mí,
o quedarse oculto donde nunca pasa nada.
La paz mortificada no entiende de caricias
que pretenden ser escritas
en mitades de poemas que no tienen final.
Qué final van a tener si jamás tuvieron
ni siquiera principio.

Claro, es sólo eso;
el eco de un verso que he ingerido
cada vez que he visto que salías de tu hueco
para adentrarte en mi herida.
Es tan cierto que los puntos de sutura 
no se hacen de deseos...
Y fíjate que a pesar de querer lo que no quiero,
ahí sigo,
en pie y apresurando demasiados besos.
Pero tienes razón; yo nunca aprendo.
Si ni siquiera sé reconocer
el timbre de tu voz en los espejos;
ni siquiera has entrado en la partida
y la he empezado ya conmigo misma
sabiendo de sobras que la tengo perdida.

Esta es mi confesión disfrazada de ruego;
una no debe enamorarse de palabras
si no es capaz de soportar
las reglas del juego.


San Diego Serenade

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