Ojos, espejos y noches


Es una noche oscura y fría. Los silencios empapan un alma que quiere dormirse, pero no lo consigue. No hay tiempo para distinguir si el camino es válido o sólo una ilusión que lentamente se dibuja ante mi rostro. No hay tiempo para discernir si el mismo sueño seguirá aquí cuando apague mis ojos.

Sacudir la cabeza para alejar un miedo que acosa, que ahoga, que oprime un corazón ya tan ajado, que no se mantiene casi en pie. Perder los ojos ante el espejo de tanto buscarse; perder la voz noche tras noche de tanto llamarse. Y al final, correr. Correr, correr, correr. Y simplemente no moverse del sitio, porque los pies están atados al sacrificio que nos tatuaron anteayer.

Buscar por las noches la manera de alejarse de uno mismo. Sí, siempre por la noche, cuando esa oscuridad es más densa y parece hablar entre susurros, pegándose a la piel; cuando esa paz aterra hasta al mismísimo miedo. Pero hay que escucharla, hay que escucharse; porque por la noche es cuando más potente suena tu propia voz. Los gritos que durante el día viven atorados en la garganta, luchando a cada suspiro por salir, por rebelarse, por la noche se inflaman y estallan delante de tu cara como fuegos artificiales que te pueden dejar el alma deslumbrada mientras lloras, doblada en ti misma, desnuda y exhausta. Una cabeza tan acostumbrada a palpitar no puede ser de fiar. Y yo ya no me fío de mí misma. De este saco de desastres de hueso gris y piel agrietada. Cuántas rojeces en la piel de tanto arañar cada una de las emociones embriagadoras que me engañan los ojos, pero que me hacen sentir que la vida puede abrirse también por la puerta trasera.

Y un rayo cruza el corazón en un instante de silencio amoratado. Deseos que se caen y amarguras que se centran en la otra copa de vino que nadie va a beberse. Y escupo soledades por todos los poros de mi piel que se burlan a medida que aparecen. Me doy cuenta que alguien camina sobre mi tumba y en el fondo a mí se me escapa la risa.

¡Si con los dedos de una mano soy capaz de contar las esperanzas que conviven agarradas entre mis párpados! No, no pueden lograr que alimente tanto desengaño con cada uno de los días que me tienen reservados. Cuando cierro los ojos aún me sigo viendo en el espejo; aún distingo esa pálida lucidez que lucía en mi sonrisa hace bastante tiempo. Aunque el gusto jamás fuera mío.

No me gusta verlo. Hace años que decidí seguir el rumbo de mis intentos, del los que salen de dentro. Y la lucidez está reñida con las agujas y con los recortes de cristal que todavía guardo en el armario, así que dejo la cueva cerrada a cal y canto.

A estas alturas, ya nada me importa; ya no siento deseos de seguir comprendiendo. Me voy a dedicar a tirar dardos a mi propia imagen en el espejo.

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